Un GPS para Reyes

Como ya comenté en algún otro post, viajo en coche habitualmente. Esto me permite escuchar la radio, pensar cómo llegar a fin de mes sin perder la dignidad, dar forma a algún comentario del blog o buscar el camino para que mi cliente diga el sí que reporte los dividendos más cuantiosos. Ojos en la carretera, pies en los pedales y mente más allá de la estratosfera. Lo sé, es peligroso, pero es que a mi me gusta conducir (fssssiiiiuuuuu).

Ultimamente el placer va menguando. No es que la radio vaya perdiendo frescura ni que el coche esté sonando a cascajo; lo que ocurre es que mi cerebro vuela menos. Conducir implica estar pendiente de cruces, de semáforos, de domingueros que salen los martes, de camioneros con la gorra de Carlos Sainz, de pandilleros tuneados o de radares camuflados. Hay días que parece que vaya metido en un video juego. Tanto es así que cuando llego a casa me tomo la cerveza de los mil puntos (¡Uaahhh, qué fresquita!). Pero ahora me han metido un obstáculo nuevo en el programa: las pantallas de los GPS que parecen cámaras de radar vistas por detrás.

Hace tiempo, cuando decidí hacer el Camino de Santiago, un amigo, al ver la incertidumbre que me reconcomía, sacó toda la guasa de que disponía y me recomendó comprar un GPS. No quiero aburrirles con las carcajadas de los tenderos ni con mi consecuente sonrojo, aunque sí les apuntaré que de aquella experiencia mantengo sólidos conocimientos respecto al sistema y ese amigo.

A todos los que olvidan el camino hacia su casa o el trabajo, a los que sospechan que la DGT o el MOPT les engaña, a los que no saben que Madrid está en el centro de la Península Ibérica, a los que sus parabrisas les quedan grandes, a los que les gusta llevar 300 eurazos pegados en un cristal, a todos los que, en fin, les gusta llevar una gran moscarda ante sus ojos, les digo: id ahorrando que Galileo ya está de camino.